Bajar a las corridas, sabiendo que de nuevo no tenía esos cinco minutos a su favor. Las llaves, las monedas, pensó mientras se palpaba los bolsillos. Cualquier cosa que no recordara llevar antes de atravesar la puerta, carecia de importancia. La parada de bondi, ese bondi que la lleva a todos lados y que cada domingo a la madrugada, cansada, con el maquillaje corrido y los lentes, agradece la deje tan cerca de su cama y de la tranquilidad de los domingos, que después se vuelven inevitablemente deprimentes.
Casi por inercia enchufa los auriculares y repite la lista de reproducción que viene acompañándola desde hace semanas. Inmediatamente una serie de sensaciones y recuerdos la inundan y transforman la espera en un parpadeo. Bondi, ramal correcto. La única charla que entablece con los colectiveros se reduce a "$1.25" y listo, de nuevo a su burbuja, si es posible, en los asientos del fondo, junto a una pared, no vaya a ser cosa que le agarre ese vértigo extraño cuando no está contenida por algún límite.
Asi fluyen los 20 y pico de minutos del viaje, siempre las mismas calles, avenidas; sorpresivamente también los rostros son iguales, los compañeros de viaje. Todos se percatan, pero nadie dice nada. Pareciera que la proximidad deja paralizadas a las personas. Prefieren mirarse, encontrarse por unos segundos e ignorar el hecho, seguir perdidos en la ventanilla, la música, el diario o vaya a saber uno en qué otra cosa. Y ella también porque encuentra sumamente acogedora su soledad y esa especie de anonimato que nos da el día a día, ante esos extraños. Observar sus rostros, sus tics... Pensar en su historia, sus problemas, sus virtudes y defectos. Pensar qué pensaran de ella... Pensarán algo de ella? "Andá a saber", se contestá, sin darle una mayor importancia. Lo que pasa es que ella es observadora por naturaleza, la seduce lo nuevo, la idea de a quién podrá encontrarse en un viaje más de rutina. Un viaje en bondi, por más absurdo que suene, le resulta un escape. Y asi tendría que ser siempre, hasta con lo más cotidiano: escapes, felicidad, simpleza.
La vuelta, la gente corriendo por las líneas blancas, en una carrera desesperada por ganarle al bondi, las luces que cambian; pareciera que necesitan mostrar su superioridad, ese jueguito diario al filo de la muerte, que incosncientemente todos jugamos. Suena el timbre una, dos y tres veces. "La gente no se da cuenta que cuando uno toca, el colectivero ya entendió? Dios...". Siempre el mismo pensamiento y siempre la misma imbecibilidad de parte de los pasajeros. Esa insistencia cual reloj de pulsera.. tic-tac, tic-tac. No vas a largarte antes de ese caldo de gérmenes porque toques insistentemente ese pitido.
Un saltito y de nuevo con los pies firmes. De nuevo el reflejo en esos vidrios opacos que reflejan, en los que uno -como un idiota-, se arregla mientras los que se encuentran dentro deben reírse. "Cómo se podrá lograr ese efecto, el reflejo?" Lo estudié, pero no lo recuerdo". Supongo que por más ordinario que sea, la reflexión y capturación de imágenes es algo que a mi tampoco dejá de sorprenderme. Tendré que leer un poco más para entenderlo. Igual, no creo que deje de sorprenderme. Este tipo de cosas pueden observarse, o más bien apreciarse todo el tiempo, cada minuto. Solo hay que tomarse un momento. Como los viajes en subte, luego del bondi. El olor a quemado, que nunca se sabe bien de dónde proviene. La madera y las luces amarillas de los vagones más viejos, que combinan con los azulejos amarillentos de las estaciones. Todo con un nostálgico aire tétrico que no deja de ser hermoso. El subte, cómo me gusta! Y como facilitó mi conocimiento de la Capital. Y el de ella también, pero no estoy segura que le guste tanto como a mi. Tal vez depende del día, o del operario que la lleve. O de si consigue algún asiento en el primer vagón: siempre en el primero.
Carabobo, Primera Junta... Pasco. Esa estación que descubrió casi por error y que pasó a formar parte de su itinerario de viaje. Qué lindo descender de aquel familiar vagón y ver la lluvia de rostros, que luego se transforman en uno y después, solo en manchas... que, seguramente, jamás vuelva a ver. Pero esa es la magia de las grandes ciudades, del transporte público, de lo espontáneo, lo único. Eso lo hace especial y memorable. Cada viaje puede ser el último que compartás con aquel o aquella. En cada viaje podés enamorarte y desenamorarte. Conocer, aprender, crecer. Esos momentos de soledad con el mundo son únicos. Solo hay que aprender a valorarlos.
martes, 13 de abril de 2010
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