domingo, 19 de febrero de 2012

Me miro al espejo y, si observo en forma general, me reconozco. Los rasgos, las marcas; lo que me identifica. Pero si decido hacerlo más cuidadosamente, empiezo a notar a una extraña. Un ser desconocido.
Miles de capas y pieles caen delante de mis ojos, dejando ver las bajezas y morbosidades. Nadie me conoce; ni siquiera yo misma. Aun así, juran quererme; dicen ver un millar de cosas de las que soy capaz, pero que yo misma no sé distinguir.
A veces pienso qué sentirían si pudieran escuchar mis pensamientos y percibir mis sentimientos. Cuánto se alejarían, cuánta lástima experimentarían... U odio, quién sabe.
Es difícil pensar que alguien te quiere, realmente, si no te conoce.
La esencia se mezcló con todas aquellas mierdas que absorvimos desde que estamos acá, desdibujándose completamente.
Y no me queda más que pensar que el único camino de tranquilidad es la soledad. Pero no cualquier tipo, sino esa que procede al aislamiento; del cierre hermético de tu persona, hasta encontrar todo aquello que se daba por perdido.

1 comentario:

Andrés Quincoses dijo...

Me identifiqué a full con esto. Hay que aprender a convivir con nuestros demonios. Es esencial.
Y sobre todo, nunca hay que dar por hecho que los demás no los tienen. Quizás somos de los pocos sinceros.