martes, 30 de marzo de 2010

El destierro

El odio golpeteaba violentamente mis oidos, ensordeciéndome. Solo me guiaba ese instinto asesino que tan bien conocía y que tanto detestaba... Pero no lo aborrecía tanto como lo que tenía que hacer. No, eso era imposible; las arcadas escapaban de mi boca, una tras otra. Los sonidos que emitía eran desagradables y, aun así, inevitables.
No me reconocía, no podía ver el dolor a través de mis lentes, empañados en lágrimas. No entendía lo que sucedía y, a decir verdad, yo tampoco. Me guíaba el instinto, no la razón. Pequeños espamos sacudían mi cuerpo, lo llevaban hacia él.
Con cuidado lo tomé por los hombros, apretándolos suavemente, en una disculpa silenciosa. Me dolía más que nada en el mundo, pero sabía que tenía que hacerlo; aunque la mitad de mi esencia luchara en contra, debía hacerlo. Estaba decidido y no se discutiría más. Era un promesa de sangre, de honor, pero por sobre todas las cosas, una promesa con mi reflejo; con mi otro yo.
Suave, casi imperceptible, le susurré algo... algo que ya no recuerdo, y en un arrebato de la más desgarradora violencia, lo arrojé al vacio, junto a todo lo demás. Lo arrojé sin pensar en el pasado, presente y tampoco se si en el futuro. Lo hice porque era la parte del trato y ya no podía dar marcha atrás. Lo hice y estoy rota, pero no podría hablar de superación sin lucir ninguna marca.

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